Los ritos de nuestra Navidad



La primera Navidad que recuerdo es la de 1980. No recuerdo exactamente el festejo de esa Navidad, sino que el 8 de diciembre de 1980 mataron a John Lennon. Yo tenía paperas y estaba en la cama de mi mamá. En la radio sobre el ropero hablaban todo el tiempo de ese señor que no sabía quién era, pero debía ser muy importante. A mí, ese día, con cuatro años, lo único que me importaba era que las paperas no me iban a dejar armar el arbolito. Mi mamá, a cambio, me había dejado disponer de todos los adornos sobre la cama para jugar con ellos. Sonaba “Strawberry Fields” y yo convertí a un Papá Noel en Ken, el novio de Barbie.
Ese Papá Noel existe aún y por las siguientes tres décadas se vino colocando en la parte más baja del árbol familiar, preparado para recibir los adornos que el Papá Noel verdadero iba a dejar ahí. Cuando me mudé y armé mi árbol compré –claro—un árbol, una estrella dorada para ponerle en la punta, y un Papá Noel (el mío es de lata y no de plástico y tela como el de mi madre), que custodia el mismo lugar de mi árbol.
En casa siempre se festejó la Navidad y siempre mantuvimos nuestras tradiciones navideñas, que yo reescribí en mi propia familia. Y varias tienen que ver con el árbol. Mi madre me regaló algunos de sus adornos valiosos –no por su valor material sino por el sentimental—como un carrusel de madera que nos mandó de Italia la tía Sisina y la campanita roja que me vino en la revista Anteojito de esa fundacional Navidad de 1980 y que aún suena. Cada adorno tiene su categoría en el árbol, y ocupa más o menos la misma rama que el año anterior. En cada Navidad tratamos de sumar algún adorno nuevo por pequeño que sea, como un deseo de prosperidad. Como lo hacía de pequeña armando mis propios adornos –mi madre conserva varios­–, en una etapa de bricolaje que tuve hace unos años poblé el árbol de ángeles y paisajes navideños que pinté yo misma. También nos regalamos un adorno con mi madre: elijo uno para ella y ella, uno para nosotros. Ninguno superó la sensación de hace dos años, unas botas de tela con monedas de chocolate que mis chicos devoraron pese a los 35° promedio de Buenos Aires en diciembre. Y coloco tarjetas navideñas: ya casi nadie las envía, pero me traen recuerdos de las que mandaban mis tíos italianos cuando era una niña.
Pero la principal tradición del árbol, y la que más disfruto, es el momento de armarlo. Tratamos siempre de estar los cuatro juntos con mi esposo y mis hijos. Yo monto la estructura, que siempre es difícil, mientras él corre los muebles para hacer espacio en el living. Paloma pone el cordón de perlas doradas y Joan arma todo el lío posible. Después, cada uno elige el adorno que va a colocar y con él su deseo, rodeado de quienes más lo quieren, unidos en un momento de amor total en el que celebramos estar juntos y todos deseamos que ese deseo, sea cual sea, se cumpla.
Siempre, siempre, nos emocionamos. Después hay que terminar el árbol, guardar las cajas y barrer el piso, eso sí, lo que nadie quiere hacer. Y, por último, armar el pesebre de madera (que también hice en mi período arts and crafts). El niño Jesús se pone recién el 24 a la medianoche. Mientras tanto, espera en un precioso camioncito vintage de una marca de gaseosas que hizo de Santa Claus su ícono. Recién saldrá luego del brindis y de que abramos los regalos. Es otra tradición –profana, sí, pero divertida– de nuestra liturgia familiar navideña.

Esta nota se publicó originalmente en Disney Babble Latinoamérica. 



Adriana Santagati

Soy periodista desde hace 20 años y mamá desde hace 10. Edito en Clarín Sociedad, soy blogger en Disney Babble y escribo en Ciudad Nueva. En este blog recopilo noticias, consejos, experiencias y reflexiones sobre todo lo que nos atraviesa en nuestra vida cotidiana (y en especial en la maternidad/paternidad).

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